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lunes, 1 de diciembre de 2014

Sociología 5to. : Ernesto Sábato "El histórico divorcio"

[…]
El histórico divorcio
Aquella noche de setiembre de 1955, mientras los doctores, hacendados y
escritores festejábamos ruidosamente en la sala la caída del tirano, en un
rincón de la antecocina vi cómo las dos indias que allí trabajaban tenían los
ojos empapados de lágrimas.
Y aunque en todos aquellos años yo había meditado en la trágica dualidad
que escindía al pueblo argentino, en ese momento se me apareció en su
forma más conmovedora.
Pues ¿qué más nítida caracterización del drama de nuestra patria que
aquella doble escena casi ejemplar? Muchos millones de desposeídos y de
trabajadores derramaban lágrimas en aquellos instantes, para ellos duros y
sombríos. Grandes multitudes de compatriotas humildes estaban
simbolizadas en aquellas dos muchachas indígenas que lloraban en una
cocina de Salta.
La mayor parte de los partidos y de la “intelligentsia”, en vez de intentar
una comprensión del problema nacional y de desentrañar lo que en aquel
movimiento confuso había de genuino, de inevitable y de justo, nos
habíamos entregado al escarnio, a la mofa, al “bon mot” de sociedad.
Subestimación que en absoluto correspondía al hecho real, ya que si en el
peronismo había mucho motivo de menosprecio o de burla, había también
mucho de histórico y de justiciero.
Se me dirá que no debemos ahora incurrir en el sentimentalismo de
considerar la situación de las masas desposeídas, olvidando las
persecuciones que el peronismo llevó contra sus adversarios: las torturas a
estudiantes, los exilios, el sitio por hambre a la mayor parte de los
funcionarios y profesores, el insulto cotidiano, los robos, los crímenes, las
exacciones.
Nadie pretende semejante injusticia al revés. Lo que aquí se intenta
demostrar es que si Perón congregó en torno de sí a criminales mercenarios
croatas y polacos, a ladrones como Duarte, a aventureros como Jorge
Antonio, a amorales como Méndez San Martín, junto a miles de resentidos y
canallas, también es verdad que no podemos identificar todo el inmenso
movimiento con crímenes, robos y aventurerismo. Y que si es cierto que
Perón despertó en el pueblo el rencor que estaba latente, también es cierto
que los antiperonistas hicimos todo lo posible por justificarlo y multiplicarlo,
con nuestras burlas y nuestros insultos. No seamos excesivamente
parciales, no lleguemos a afirmar que el resentimiento –en este país tan
propenso a él– ha sido un atributo exclusivo de la multitud: también fue y
sigue siendo un atributo de sus detractores. Con ciertos líderes de la
izquierda ha pasado algo tan grotesco como con ciertos médicos, que se
enojan cuando sus enfermos no se curan con los remedios que recetaron.
Estos líderes han cobrado un resentimiento casi cómico –si no fuera trágico
para el porvenir del país– hacia las masas que no han progresado después
de tantas décadas de tratamiento marxista. Y entonces las han insultado,
las han calificado de chusma, de cabecitas negras, de descamisados; ya que
todos estos calificativos fueron inventados por la izquierda antes de que
maquiavélicamente el demagogo los empleara con simulado cariño.
Para esos teóricos de la lucha de clases hay por lo visto dos proletariados
muy diferentes, que se diferencian entre sí como la Virtud tal como es
definida por Sócrates en los diálogos, y la imperfecta y mezclada virtud del
propio maestro de la juventud ateniense: un proletariado platónico, que se
encuentra en los libros de Marx, y un proletariado grosero, impuro y mal
educado que desfilaba en alpargatas tocando el bombo.
Por supuesto, esta doble visión de la historia no es exclusiva de los
dirigentes de izquierda, pues tampoco las damas que encuentran romántica
a la multitud que en 1793 cantaba la Marsellesa comprenden que esa
multitud se parecía extrañamente a la que en nuestras calles vivaba a
Perón; pero la diferencia estriba en que esas señoras –que conocen la
Revolución Francesa a través del cuadro de Delacroix y de los hermosos
afiches que la embajada distribuye para el 14 de julio– no tienen el deber
de entender el problema de la multitud, y los jefes de los partidos populares
sí.
Pero de ningún modo lo han entendido. Despechados y ciegos sostuvieron y
siguen sosteniendo que los trabajadores siguieron a Perón por mendrugos,
por un peso más, por una botella de sidra y un pan dulce. Ciertamente, el
lema “panem et circenses”, que despreciativamente Juvenal adjudica al
pueblo romano en la decadencia, ha sido siempre eficaz cada vez que un
demagogo ha querido ganarse el afecto de las masas. Pero no olvidemos
que también los grandes movimientos espirituales contaron con el pueblo y
hasta con el pueblo más bajo: eran esclavos y descamisados los que en
buena medida siguieron a Cristo primero y luego a sus Apóstoles, mucho
antes que los doctores de la sinagoga y las damas del patriciado romano lo
hicieran. Tengamos cuidado, pues, con el paralogismo de que las multitudes
populares sólo pueden seguir a los demagogos, y únicamente por apetitos
materiales: también con grandes principios y con nobles consignas se puede
despertar el fervor del pueblo. Más aún: en el movimiento peronista no sólo
hubo bajas pasiones y apetitos puramente materiales; hubo un genuino
fervor espiritual, una fe pararreligiosa en un conductor que les hablaba
como a seres humanos y no como a parias. Había en ese complejo
movimiento –y lo sigue habiendo– algo mucho más potente y profundo que
un mero deseo de bienes materiales: había una justificada ansia de justicia
y de reconocimiento, frente a una sociedad egoísta y fría, que siempre los
había tenido olvidados.
Esto fue lo que fundamentalmente vio y movilizó Perón. Lo demás es
detalle.
Y es también lo que nuestros partidos, con la excepción del partido radical y
alguno que otro grupo aislado, sigue no viendo y, lo que es peor, no
queriendo ver.